Una extraña sensación se cernió sobre ella. No sabía cómo
identificar sus sentimientos en aquel instante; suponía que volvía a ser un
matiz perdido entre el negro y el gris, como siempre. Hacía ya bastante tiempo
que no atisbaba a ver ningún tipo de luz, solo oscuridad. Estaba tan
jodidamente acostumbrada a la oscuridad que hubiese sido bastante incómodo para ella
encontrarse con algo de claridad, por muy leve que fuera. Sin embargo, sabía en
cada momento identificar sus emociones, no como ahora. Eso la preocupaba
bastante, odiaba todo lo desconocido aunque, paradójicamente, ella nunca había
llegado a conocerse a sí misma. Y nunca tendría el valor de hacerlo. Solo era
una ridícula chica, sin más. No había más palabras para describirse, pensaba.
Puede que se añadiese de vez en cuando la palabra “gilipollas” al lado de
ridícula pero, por lo general, solo se identificaba con ridícula. Volvió a
coger su arco, lo colocó en una de las cuerdas de su chelo, y se dejó llevar.
La improvisación era uno de sus “vicios”, por así decirlo. Estaba bastante
claro que no se conocía pero, cuando improvisaba, se sentía a ella misma; no
hacía falta conocerse para sentarse y pasar una larga tarde entre acordes con
una persona. Cada vez que improvisaba se obligaba a empezar en una tonalidad
mayor, pero de inmediato hacía un viajecito a tonalidades menores y, cómo no,
oscuras. Eso de obligarse a empezar en una tonalidad mayor solo lo hacía para
que, por lo menos, en algún momento de la improvisación, hubiera algo de
“felicidad” aunque fuese totalmente falsa, ya que sabía que no iba a volver a
pasar por tonalidades mayores en todo lo que durase su improvisación. Todo su
ser pedía pasajes cargados de furia, rabia, dolor, agonía… y esa era la mejor
forma de conseguirlo. Al terminar, dejó caer el arco sobre la cama. Era ya
noche cerrada, así que decidió dejar de tocar.
Aún seguía sin saber qué le pasaba. Esto la tenía
preocupada. Quizás necesitase salir a la calle de una vez por todas a que le
diese el aire o, simplemente, para pasar un buen rato, por así decirlo. Saldría
a la calle, decidido. Fue hacia el cuarto de baño dispuesta a ducharse. Al
salir del baño, con energías renovadas, fue a vestirse con lo primero que
pilló.
Dos horas y media después de haber salido a dar una vuelta
estaba a punto de salir de aquel bar. Se había tomado una copa, bueno, ni eso,
aún no había bebido de su vaso. Pero, poco a poco, se le habían quitado todas
las ganas de salir. ¿Qué hacía allí? Aún no sabía cómo había decidido salir de
su pequeña pesadilla para meterse en la jungla de calles que tenía por ciudad.
Al principio había tenido la esperanza de encontrar a una presa fácil y
desahogarse con ella. No había salido con más intenciones, en realidad. Era lo
que le quedaba para mantenerse a flote, el sexo ocasional. Sin complicaciones,
sin gilipolleces, sin alteraciones en su vida. Aunque pocas experiencias
adornaban su joven existencia se sentía mejor sin pareja. Y no era porque
hubiese salido mal de aquellas relaciones, solo era que ella formaba parte de
la soledad y, como tal, no encajaba demasiado bien estar con alguien a quien
querer. Era demasiado artificial. Pero, obviando ese matiz, necesitaba sexo. Le
gustaba, para qué negarlo. Ni que fuese una novedad. La cuestión era que no
había encontrado a nadie y ya no tenía ganas de perder más tiempo en eso. Así
que se dignó a dar un sorbo a su bebida, pagó y se dirigió a la puerta. Al
respirar el frío aire de la calle se sintió helada… y sola. Muy sola. No le
importaba, le gustaba sentirse así, pero esta vez era diferente. El camino a
casa se le antojó caprichosamente largo y frío. Todo había cambiado. No sabía
cuándo exactamente; quizás justo al salir del bar, quizás incluso antes de
entrar. No lo sabía. Pero ya no lo aguantaba más; no aguantaba desconocer qué
le pasaba, qué era aquel sentimiento que la invadía, qué era lo que no encajaba
en aquel día tan extraño. No aguantaba no saber en qué momento su vida acababa
de perder sentido. Maldita oscuridad… la estaba consumiendo y la dejaba sin
fuerzas. Ya no quería arreglar las cosas con su chelo, aunque sabía
perfectamente que volver a improvisar volvería a darle un poco de vida. Pero
estaba harta de depender de eso. Quería acabar con todos los problemas cuanto
antes.
Entró a su casa con un único objetivo. Se dirigió silenciosamente
hacia su cuarto e introdujo una mano en un cajón, buscando pacientemente lo que
tenía en mente. Al fin lo encontró; su pistola. La guardaba para lo normal,
atracos que nunca habían sucedido en su vivienda, pero por lo menos tenía una
pequeña seguridad. Más perdida que nunca, se sentó en su cama y se acercó el
cañón del arma a su frente. Demasiadas veces había comprobado que la pistola estaba
cargada, no le hacía falta volver a hacerlo. Un último punto de oscuridad daría
fin a su inusual vida y no había mejor forma de hacerlo que con un disparo. Una
lágrima cargada de impotencia recorrió
su mejilla; apretó el gatillo.
Dos días después, una madre preocupada llamaba a una casa
carente de propietario. Una hora después, esa misma madre se dirigió a la casa
en sí. Intranquila, abrió la puerta de entrada y empezó a buscar a su hija a gritos.
Al llegar al cuarto de su hija, vio la realidad. Un cuerpo sin vida descansaba
en la cama del cuarto, con las sábanas manchadas de sangre. De fondo, un llanto
incontrolable de la que había sido su madre.
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