jueves, 2 de enero de 2014

Tomando malas decisiones.

No era la mejor solución, pero era lo único que podía hacer. Arrastró el cuerpo inerte hacia el acantilado. Justo cuando estaba en el borde del abismo, se preguntó por enésima vez si estaría haciendo lo correcto. “No, no es lo correcto” pensó. Pero ya daba igual. Si lo hacía, viviría el resto de sus días culpándose, pero no podía permitir que se supiera la verdad. Dio un último empujón al cadáver, el cual se precipitó al vacío, a las aguas del mar, donde se encontraría su gran tumba improvisada. Minutos más tarde, Charles conducía con aparente nerviosismo, en dirección opuesta al acantilado, lo más rápido que creyó conveniente, hasta que el mar quedó fuera de su vista; ahí redujo la velocidad. Ya era de noche, calculó que llegaría a casa bien entrada la mañana. Sin saber muy bien por qué, paró el coche a un lado de la carretera. Ahora que no tenía ninguna distracción, el amargo recuerdo del cadáver chocando contra las aguas del mar vino a su mente. Una lágrima cargada de culpa recorrió su rostro.
¿Volver a casa? ¿Merecía acaso ese privilegio? Todas esas ideas rondaban por su cabeza en mitad del más terrible llanto. ¿Cómo podía haber hecho tal cosa? Sin pensar racionalmente lo que hacía, dio la vuelta con intenciones de recorrer todo el camino que había hecho hasta hace unos escasos instantes.  
Había sido un accidente. No; no iba mentirse a sí mismo. Casi disfrutó metiéndole una jodida bala entre ceja y ceja. Todo había sido demasiado rápido. El que ahora era un mísero cadáver había confesado haber engañado a su amigo, a Charles. Nada serio, sólo me acosté con tu mujer; ¡Joder, Charles, cómo has podido estar tan ciego! Tu mejor amigo se acuesta con tu pareja (a saber desde hace cuánto) y tú aquí, como un panoli, intentando controlar las ganas de pegarle una paliza a este imbécil. ¡Valiente paleto, Charles! En realidad había sido una coincidencia que tuviese una pistola justo ese día, vaya que sí. Sólo quiso sentir por un día lo que era tener un arma en su posesión. Caro le costó…
También había sido una coincidencia que los dos estuvieran solos en la casa de verano. Todo había sido un golpe de suerte. Supuso que por eso, porque estaban los dos solos, quiso sincerarse. Y ahora estaba muerto. Arg, buen momento para decidir ser espontáneo. Se arrepentía, pero se había sentido jodidamente bien poniendo fin a la vida de aquel gañán. Empezó a recordar el momento en el que la sangre salió de la herida, al principio con rapidez para, más tarde, ser un leve caudal de líquido rojo brotando de un cráneo sin vida. Si tuviera otra oportunidad, elegiría matarlo. Muerto estaba mejor. Cuanto más lo pensaba más claro lo tenía. Pero ahora su vida no tenía rumbo; la mujer que él amaba la había engañado y de qué manera. Ni amigo ni esposa. Eso, sin duda, no podría superarlo nunca. La amó y la seguiría amando, pero no podría mirarla igual sabiendo lo que había hecho. Eso era lo que más le dolía.

Ya había vuelto al acantilado. Sabía lo que quería hacer y lo que debía hacer. Puede que ahogarse fuera sufrir demasiado, podía pegarse un tiro y ahorrarse tanta tontería. Decidido, lo haría rápido. Se acercó al final del acantilado, sacó la pistola y se la llevó a la frente. “Esto es todo” pensó. Al apretar el gatillo, su cuerpo se precipitó al mar. Adiós sufrimiento.

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