Me hubiese gustado decirle que dormí bien. No, miento.
Me hubiese gustado decirle que dormí
bien y que fuese verdad. En realidad le dije que dormí profundamente y se fue.
No le dije que había estado toda la noche despierta, mirando al techo.
Es mucho mejor mentir cuando se tiene la ocasión de no
preocupar a nadie. Bueno, con todo y con eso pensando que alguien se preocupara
por mí. Pero, para mi castigo, él sí se preocupa por mí. Está enamorado de mí.
De una piedra que le arrancaría el corazón sin pensárselo dos veces. Porque,
tristemente, yo no le amo. Nunca he amado. Nunca he estado al borde del amor.
No es porque no haya encontrado la persona “perfecta”… es porque no sirvo para
amar. Prefiero no amar.
Conocí a la persona que me ama hace ya dos largos años. Yo
estaba en la biblioteca, como todos los días, ya que no podía comprar libros
debido a mi escasez monetaria y, bueno, iba todos los días, a la misma hora, a
mi sitio, en la biblioteca. Creo que me encontraba leyendo algo de Laura
Gallego, ya que estaba embobada con sus novelas. Hasta que vi entrar a un chico
con un contrabajo a la sala. Me extrañó mucho; nunca había visto a ningún músico
entrar a la biblioteca. Fue lentamente con su instrumento hasta el final de la
sala, cerca de donde me encontraba, y se
dispuso a tocar. No sabría decir qué tocó. Lo único que sé es que me encantó.
Desde el primer instante que le oí tocar, dejé el libro de lado y centré mi
atención en él; en su melodía, sus dedos, su expresión, sus cambios de matiz…
precioso. Se pasó la tarde entera tocando. Yo no pude despegarme de su música,
era demasiado bonita. Cuando terminó, me levanté hacia él y le pregunté:
-¿Cómo logras expresar tu interior a través de un simple
instrumento?
Rió. Me miró y sonrió.
-Creo que es lo más sencillo que se puede hacer en el mundo.
Cada nota que doy es un sentimiento, un motivo, una emoción… es una parte de mi
alma. No es nada difícil, solo tienes que dejarte llevar. ¿Querrías probar?
-¿Yo? No tengo ni idea de música.
-¿Quieres aprender?
A partir de ahí, empecé a preguntarle muchas más cosas; de
música, de sus emociones, de su vida, del contrabajo… mientras, él me enseñaba
posiciones en su instrumento. Sin darme cuenta, al acabar la tarde, acabé
tocando una sencilla escala. Creo que se dio cuenta de que era muy curiosa; a
cada cosa que él decía, yo le preguntaba e indagaba. La curiosidad me ciega,
sí. Tras cerrar la biblioteca, me invitó a tomar algo. Yo y mi curiosidad
aceptamos. Quería saber más de esa persona; me interesaba. No sabía a dónde me
iba a llevar a tomar algo, aunque eso poco me importó. Tras andar unos veinte
minutos entramos en un pub. Él se pidió una cerveza y, sinceramente, no
recuerdo qué pedí yo. Seguramente agua, en esa época no había probado el
alcohol. Seguí hablando con él y preguntándole sobre infinidad de cosas.
Todavía hoy me pregunto cómo no se cansó de mí. Sin darme cuenta, la noche
había caído. Eran las dos y media y aún me quedaba cuerda para rato. De pronto
recordé que mi cuerpo tenía ciertas necesidades y fui al servicio. Al volver,
me miró y dijo:
-Ahora me toca a mí saber algo de ti.
Lo dijo con una sonrisa preciosa y yo, sin querer, sonreí.
Así que quería saber ciertas cosas sobre mí ¿no? Nadie se había preocupado por
mí de esa manera nunca, y no supe cómo reaccionar. Me volví a sentar y le dije
que vale, que preguntara.
-En realidad solo quiero saber una cosa… ¿me permitirías que
te invitara mañana, sobre la misma hora, a salir? Una cena, solo pido eso. ¿Te
apetece?
¿A salir? Mi cerebro iba a explotar ¿Para qué quería salir
conmigo? Era absurdo. No, peor, era ilógico. Solo habíamos hablado una tarde.
Pero seguía tan intrigada por ese muchacho… sin guiarme por la lógica, acepté.
-Vale, perfecto. No será nada serio ¿no?
-No, ni hablar. Todo informal, no quiero seriedad –rió.
Decidimos quedar en la biblioteca a la misma hora que él
había entrado. Seguimos hablando un poco más, hasta alrededor de las cuatro de
la madrugada. Decidimos irnos, estábamos cansados. Hacía mucho calor, ya que
era verano, y no corría ni un poco de viento. Nos despedimos y yo seguí el
camino hacia mi casa. No me apetecía dormir. Anduve lentamente hasta llegar a
mi casa. Fui directa al cuarto de baño y me duché con agua fría. Seguía sin
sueño, así que me puse a leer libros antiguos por la casa. Recuerdo
perfectamente esa noche; desnuda ante libros de mi niñez, empecé a devorarlos
como si nunca los hubiese leído. En cada rincón de la casa encontré un sitio
perfecto para leer; me recosté finalmente en mi cama, aún desnuda, y dormí. Dormí
sin soñar nada en concreto.
Desperté al día siguiente a las doce y media. No sabía si
desayunar, comer, tomar algo rápido… y, de pronto, sonó el teléfono. Mi tía
había muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario