jueves, 18 de julio de 2013

Segunda parte "El odio hacia mi músico"

Puntualicemos; mi tía, a la que nunca había visto, había muerto. No la conocía de nada, y me resultó extraño que mi abuela me comunicara su fallecimiento. No la había visto nunca porque vivía en otro país. Obviamente, no quería que nadie muriese, pero si no conozco de  nada a esa persona, por muy pariente mío que fuese no le iba a echar de menos. En fin, me dije, otra tía menos. De mi familia solo conocía a mis abuelos por parte de madre, ya que el resto estaban muertos. Sí, nunca llegué a conocer a mi familia. Ni a mis padres, ni a mi hermano, ni a mis tíos… solo a mis abuelos maternos. Pero eso ya es otra historia más larga de contar…
Siempre he estado con mis abuelos; hemos ido subsistiendo con la pensión de ambos y, hasta hace poco, con una indemnización del estado. Mi pobre abuelo sufrió un grave accidente, qué se le va a hacer. Aprendí mucho de él, todo hay que decirlo. Con el dinero de la indemnización mis abuelos me obligaron a vivir en otra ciudad, ya que les parecía demasiado poco autónoma. No quería aceptar, pero no tuve remedio. Vivía con el dinero de mis abuelos y, aún ahora, me maldigo por hacerlo. Bueno, a lo que yo iba. Mi tía había muerto y mi abuela me había llamado para contármelo. Quería que decidiera dónde la enterraríamos; en su país de origen o en su país de residencia. Me pregunté por qué mi abuela me pedía esa información a mí; yo no sabía qué responder, no tenía ni idea.
Ella no podía decidirse, estaba rota de dolor. Solo mi abuelo y yo podíamos alegrarla un poco. Yo, por lo visto, solo podía alegrarla decidiendo el lugar, pero no podía hacer nada más. Le dije que iría a visitarla, para estar con ella, pero se negó; no quiso que la viera sufrir. Se me cayó el alma al suelo cuando supe que mi abuela no quería que sufriera lo más mínimo al verla en ese estado. Le dije que la enterraríamos aquí. Ya llamaría en otro momento para aclarar el resto de papeleo, dijo. Colgó.
No le di más vueltas al asunto y me tomé un yogur. Salí a hacer la compra.
Justamente al entrar a casa con las bolsas de la compra, me acordé de la cita con aquel chico. ¡Espera! Le había preguntado por infinidad de cosas y aún no sabía su nombre. ¡No me lo podía creer! ¡Qué desastre de mujer! Me preparé de comer rápidamente y recogí la cocina a la velocidad de la luz. ¿Qué hora sería? Las tres y media. No era mala hora. Recordé que aún me quedaban un par de libros por leer de los que encontré anoche, así que me dispuse a leerlos.
Sin saber muy bien cómo, pasó el tiempo. Y pasó. Cuando me digné a ver el reloj eran las cinco y media. ¿Cómo? Y yo que había quedado con el chico a las seis… ¡qué desastre de mujer! Fui a ducharme para no perder más tiempo. Al terminar, me vestí con lo primero que pillé. Salí corriendo a la biblioteca. Las seis menos diez. ¡No me daría tiempo!
Llegué a la entrada de la biblioteca corriendo, casi tropezándome con la gente que entraba. Me obligué a esperar a que toda la gente pasara. Pasados unos momentos, entré y me quedé en el marco de la puerta, esperando. Al poco rato, lo vi venir, a lo lejos, con paso ligero. Todo lo ligero que puede ir una persona con un contrabajo, me dije. Me dirigí hacia él y le pregunté:
-¿Cómo te llamas?
Me miró. ¿Qué? ¿Tendré algo en el pelo?
-Eres una caja de sorpresas ¿lo sabes?
Siguió avanzando hasta la entrada de la biblioteca mientras reía; parecía absorto en un mundo de alegría. Le seguí. Entramos en la biblioteca y fuimos al mismo sitio donde nos encontramos. Aún no había respondido a mi pregunta y, por lo visto, no tenía intenciones de hacerlo. Me resigné y me quedé embobada escuchando su dulce sonido… otra vez.
Habría jurado que solo habían pasado cinco minutos desde que empezó a tocar… y ya era hora de cerrar la biblioteca. ¡Madre mía! Se me había pasado la tarde en un suspiro.
Salimos los últimos. Me dijo que llevaría su instrumento a casa e iríamos a comer justo después.  Al entrar en su casa me impresioné bastante; tenía justo en al final de la entrada un piano de cola precioso. Le pregunté si no era molestia que me enseñara cómo tocaba el piano. Él me dijo que lo dejaríamos para otro día, que ahora teníamos una cita. Me sonrió.
Entramos a un bar, cerca de su casa, y pedimos algo; no recuerdo exactamente qué. De repente, me miró y, con una sonrisa encantadora, dijo:
-Me llamo Óscar. Encantado… bueno,  mejor dicho ¿cuál es tu nombre?
Me sorprendió que respondiese a mi pregunta así, tan… ¿tarde? Sin perder más tiempo, respondí:
-Irina, mi nombre es Irina.
-Es un nombre precioso, Irina. Me gusta -sonrió- Es un nombre casi tan bonito como tú.

Me sonrojé. ¿Estaría esto empezando a ser algo más que una simple cita…?

No hay comentarios:

Publicar un comentario